Aprendes que la gente no siempre entiende. Que tu manera de mirar el mundo —ese mundo que a veces te emociona y otras veces te lastima— no encaja con la mayorÃa. Al principio, claro, duele. Uno quiere encajar, aunque sea un poco. Pero con el tiempo… aprendes a guardar silencio. Porque hablar también duele, sobre todo cuando te juzgan con esa mezcla de ignorancia y crueldad disfrazada de sinceridad.
Entonces, el silencio se convierte en refugio. No en castigo, ni en derrota… sino en una forma de protegerte.
Con el paso del tiempo, aparecen algunas personas. Algunas parecen comprenderte, y otras solo se aprovechan de tu buena cabeza y tu enorme ingenuidad —esa que no quieres perder porque aún crees que no todo está perdido—. Te usan. Y aprendes. Aprendes a no entregar todo, a no esperar tanto, a reservar una parte de ti. El desapego no es frialdad, es defensa. Te protege del daño, de las lágrimas innecesarias, de las noches en vela.
La mayorÃa de las personas se cansa pronto. No soportan lo diferente, lo profundo, lo auténtico. Pero a veces, muy de vez en cuando, aparece alguien que sÃ. Alguien que te escucha con atención. Que no se asusta. Que se queda.
Y tú dudas. Porque la duda también forma parte de la esperanza cuando ha sido herida muchas veces. Pero algo dentro de ti dice: tal vez esta vez sea diferente. Y te abres. Y hablas. Y te muestras tal cual eres, sin filtros, sin defensas, sin miedo.
Porque no se fue. Porque tuvo tiempo de irse, y eligió quedarse.
Pero —porque siempre hay un pero— algo cambia. Una expresión, una mirada que no sabes cómo leer, un gesto que ya conoces demasiado bien. El miedo en la otra persona. La incomodidad. La distancia.
Entonces aparece esa risa nerviosa que has aprendido a usar como punto final. La que dice: “Está bien, ya entendÃ. Hasta aquÃ.”
Cambias de tema. Hablas de cosas más sencillas, más cómodas, más superficiales. Y terminas la conversación con la ilusión ingenua de poder continuar al dÃa siguiente.
Pero no. El dÃa siguiente llega como todos, y tú esperas en el mismo lugar de siempre… pero no hay respuesta. No hay mensaje. No hay presencia.
Simplemente, ya no está.
Y ahà regresa ese pequeño golpe, ese que no duele tanto como antes, pero que aún deja marca. Ese que te recuerda que, quizá, el silencio sigue siendo tu lugar más seguro.
Ya sabÃas que a la mayorÃa le gusta lo parecido, lo que se puede compartir sin miedo, lo que no incomoda. Gustos comunes, temores comunes. Pero ahà vas, con todas tus caÃdas a cuestas… y aún asà lo intentas. Porque, al final, ¿qué más da una cicatriz más, cuando todavÃa crees que el amor —cuando es sincero— puede quedarse?
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